Apenas algo más de un año nos separa del bicentenario del natalicio de Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien viera la luz en Puerto Príncipe en 1814. A lo largo de su vida y también después de su deceso en Madrid en 1873, la audaz antiesclavista de Sab, la crítica del colonialismo español en América que vio censurada su novela Guatimozín, la que motivara tantas veces el escándalo con sus reivindicaciones del papel social de la mujer, desde su temprano drama Leoncia, ha sido reiteradamente despojada de su condición de cubana y juzgada simplemente como una autora española, aunque ella, de modo explícito, defendiera su vinculación con las letras insulares.
De nuevo, a propósito de la inminente conmemoración, algunos reclaman la repatriación de sus restos, que yacen en el cementerio de Sevilla. Nada tengo en contra, desde el punto de vista personal, de que sus cenizas descansen en la tierra principeña que la vio nacer y donde recibió buena parte de su educación, sin embargo, creo que en el terreno cultural, hay tareas más urgentes, como la edición de sus obras de manera verdaderamente completa, pues desde 1914, cuando se celebró su primer centenario, tal cosa no se intenta y aunque, gracias al apoyo de intelectuales como Enrique José Varona y Aurelia Castillo, aparecieron sus escritos en seis voluminosos tomos, sólo accesibles a una élite, faltaban en estos además varias obras importantes de la autora, las mismas que ella había suprimido de la edición española de 1869 a causa de la censura.
Conocer mejor la obra de La Peregrina, estudiar con más profundidad su herencia y sentirla como parte viva del legado literario cubano será más importante que cualquier ritual necrológico.
A propósito de esto, viene a la memoria un suceso ocurrido durante los años amargos que siguieron al golpe de estado de Fulgencio Batista en 1952. Con motivo de la construcción del Teatro Nacional en la Plaza Cívica, se desató una polémica en torno a la licitud patriótica de dar el nombre de la poetisa a la institución. Resulta llamativo el que el asunto no comenzara como un debate intelectual, sino como una cuestión política, que pasó a la prensa con ciertos ribetes amarillos.
El periodista Rafael Soto Paz publicó un artículo en el diario Prensa Libre, en el cual negaba rotundamente la cubanía de la Avellaneda. Se apoyaba, según él, en el criterio del Capitán Vilardell Tapis, por entonces presidente del Consejo Provincial de Veteranos de Camagüey, quien a su vez, se hacía supuestamente eco de los criterios de esa asociación y de ciertos círculos femeninos locales. Por esta razón se reclamaba que el nombre que debía llevar el nuevo coliseo era el de la poetisa Luisa Pérez de Zambrana, sin tener en cuenta que esta no tuvo vínculos visibles con las artes escénicas.
Es preciso aclarar que Soto Paz, periodista profesional, colaborador o redactor de importantes publicaciones, que había recibido en 1951 el Premio Juan Gualberto Gómez, tenía una irresistible atracción por las polémicas más o menos escandalosas y, al parecer, se creía destinado a la misión de certificar la “cubanía” de las figuras más relevantes de nuestro siglo XIX, su libro La falsa cubanidad de Saco, Luz y del Monte (La Habana, Editorial Alfa, 1941), le había valido cierta notoriedad unos años antes.
Al menos dos figuras notables de las letras y de estirpe camagüeyana vinieron a replicarle con energía al gacetillero: Dulce María Loynaz, con su conferencia La Avellaneda, una cubana universal, dictada en el Liceo de Camagüey, el 10 de enero de 1953- publicada poco después en La Habana, en un folleto sin datos editoriales- y Antonio Martínez Bello con su libro Dos musas cubanas: Gertrudis Gómez de Avellaneda, Luisa Pérez de Zambrana, que vio la luz en 1954.
La autora de Juegos de agua preparó su intervención como su padre, el general mambí Enrique Loynaz del Castillo, hubiera organizado una escaramuza. Escogió para dictar su conferencia no solo la ciudad natal de Tula, sino una sociedad conformada por ricos hacendados y hombres dedicados a la política, en general bastante impermeables a los empeños culturales, pero cuyo amor propio era necesario despertar, por resultar ellos la fuerza más influyente del territorio ante el gobierno central por su peso económico y político.
El texto, que rebasa con mucho su empeño inicial para erigirse en una valoración de la escritora, moderna, desprejuiciada y a la vez de alto vuelo poético, oculta, sin embargo, en su interior, la sólida estructura de un discurso forense. Bajo las dulzuras de la prosa, está la sólida acumulación de pruebas, para demostrar que la Avellaneda lleva en sí a la vez una innegable cubanía y una condición universal que no puede disputársele:
Y es que la tierra no está en la circunstancia sino en la sangre. No está siquiera en la voluntad, sino en el amor.
La tierra se lleva a veces sin saber y sin querer como un ala dormida o como una cruz de nacimiento...Pero se lleva siempre, a pesar de todo y sin contar con nada.
Sobre esto sí que nadie puede echar cuentas. Se es de la tierra como se es de la madre, sin previo acuerdo y sin posible o efectivo arrepentimiento.
La tierra no es un modo de estar, sino un modo de ser. El modo de estar depende de muchas cosas...Pero el modo de ser solo depende de Dios. Gertrudis Gómez de Avellaneda tuvo un modo de estar entre los españoles, un modo digno por el cual ella nada perdió y Cuba salió ganando.
Pesaba mucho esa mujer y en aquel momento solo España tenía brazo poderoso para levantarla. La levantó y debemos agradecer el esfuerzo y guardar la mujer para nosotros.
Las líneas finales del texto se valen con mucho ardor de la conminación:
Ha llegado el momento de definirse. Cada uno tiene su modo de servir y si pensamos que dentro del suyo, Tula no sirvió a la gloria de Cuba, cedámosla de una vez, a quienes no andan con tantos remilgos para brindarle y muy contentos, sitio de honor entre sus filas.
Para cerrar, por fin, con tono batallador:
Ved que es vuestra Tula a quien se llevan entre ruindades y pequeñeces.
[...]
Es a ella a quien nos arrebatan, y esta vez para siempre.
No lo permita Dios, amigos presentes. Ni lo permita el Camagüey bravío.
¡A rescatar a vuestra Tula, aunque sea como en la gesta heroica, con un puñado de corazones!
¡A rescatar vuestra amazona, aunque sea como dijo Agramonte, solo con la vergüenza!
Martínez Bello, por su parte, concibe su texto como una réplica abierta y directa a Soto Paz –a quien la Loynaz no se dignó a nombrar-- su posición es muy equilibrada: reconoce que el Teatro tiene el derecho a llevar el nombre de la Avellaneda y también el de Luisa Pérez de Zambrana, con lo que destruye la torva dicotomía. Se apoya en materiales dispares, desde textos de Juan J. Remos, Nena Aranda de Echeverría, de la “Sociedad de Artes y Letras Cubanas”, hasta la reciente conferencia de Dulce María, con la que comparte un poderoso argumento, el juicio de José Martí vertido de modo indirecto en el artículo sobre Mendive que publica en 1891 en El Porvenir de Nueva York: “defendía de los hispanófobos, y de los literatos de enaguas, la gloria cubana que le querían quitar a la Avellaneda”.
La médula de su trabajo está en el alegato “Cubanía de la Avellaneda” y aunque sus argumentos carecen del fuego poético de su colega, resultan convincentes:
El error está en pretender que aquella que fue gran poetisa, fuera del mismo modo grande por su visión política y por su capacidad de lucha práctica; cuando lo cierto es que pudo ser – y así fue–, en efecto, mujer extraordinaria como artista y mujer con grandes debilidades y flaquezas en otros aspectos más o menos íntimos, así como carente de relieve en las disciplinas políticas, económicas y sociológicas. Como poetisa fue genial; como patriota, en cambio, fue más o menos como otras mujeres de su época, con las excepciones cimeras de las mambisas consagradas como tales. Aquella disparidad de magnitudes, es lo que desconcierta a muchos de sus críticos. No pudo o no supo ser en lo político tan grandiosamente definida como en literatura.
El Teatro Nacional quedó inconcluso, pero se dio una solución “salomónica” a la cuestión de su denominación, se llamó Avellaneda a la sala grande, mientras a la pequeña se le bautizó como Covarrubias, pero no se colocó nombre propio alguno para identificar la institución.
En décadas recientes, otros autores como Mary Cruz y Susana Montero han ampliado los estudios sobre la autora de Baltasar. La celebración del bicentenario será un acicate propicio para seguir haciéndole justicia. Por: Roberto Méndez Martínez
Fotos: Internet
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