martes, 5 de mayo de 2009

Para no separarnos nunca más: cartas de Ignacio Agramonte a Amalia Simoni

Por María Antonia Borroto Trujillo / Televisión Camagüey

“Mientras te escribo estos renglones oigo un piano que tocan en una de las casas vecinas. ¡Cómo me hacer recordar a mi paloma arrulladora! Oír un piano y no oír tu voz, y no poderte pedir que cantes, y pensar que estás lejos. ¡Qué tormento, Amalia mía!” La expresión se repetirá una y otra vez en un epistolario del que cuesta hablar con la voz de la razón. No puede evitar el lector —al menos es mi experiencia— sentir cierto temblor al tocar este libro, imprescindible —y uso el adjetivo, aparentemente desmedido, sin que me tiemble la mano—, este libro imprescindible, decía, para entendernos y asumirnos de una manera más cabal y entrañable.

Parece cosa de locos que un epistolario amoroso, lleno de quejidos, arrumacos y sin alardes de virtuosismo literario, pueda significar tanto para un pueblo. Es así, creo, en todo epistolario que si bien privado, pueda permitirnos sentir el palpitar de una época y sus acontecimientos en el común de los mortales. Y, en particular, sentir la percepción que de tales hechos tuvieron sus contemporáneos. Elda Cento anduvo ese camino al publicar, junto a Gustavo Sed Nieves, las cartas de Consuelo Álvarez de la Vega, una joven de la que, por supuesto, no hablan los libros de Historia.

Ya es ciencia constituida la importancia de tales acercamientos a la cotidianidad, a la vida del ser tenido por común y corriente. Nadie, por supuesto, es común y corriente. Y los protagonistas de Para no separarnos nunca más, a quienes aún podemos sentir temblar y padecer, amar y renacer en estas páginas, son seres excepcionales. Mas no basta ello para convertir en excepcionales estas cartas.

Amalia Simoni Argilagos

¡Qué tormento, Amalia mía! La frase hiere como un cuchillo. Está escrita cuando aún era la paz, cuando Amalia era la novia lejana y el abogado, joven, elegante, hermoso varón, ejercía en la capital. La frase se repetirá una y otra vez, tanto que estas primeras cartas parecen una premonición. La pareja apenas estuvo junta si por tal entendemos la convivencia. Sin embargo, se sienten tan cercanos entre sí... Porque no es este el solo epistolario de amor, o lo es, aunque con esos sutiles y cambiantes rostros y formas del amor. Amar intensamente, amar mucho, no es amar a muchos: puede un único amor llevar consigo el fuego y la diversidad que nunca tendrán mil relaciones baldías. Pobre época la nuestra si ha olvidado algo tan esencial, pobre de nosotros —lo pienso una y otra vez al tener cerca a Ignacio y Amalia— si ya no sentimos así o si por pudor, callamos lo que sentimos. Tremenda pobreza la nuestra si tememos la desnudez en que parece dejarnos la confesión o hacemos del gesto cariñoso un alarde vacío de significado, una forma sin contenido real que expresar.

Si algo maravilla en Ignacio y Amalia es este concierto entre forma y contenido. Disculpen la intromisión de categorías que nada parecen hacer en un libro como este. Mas la belleza de la historia, su esencia, es también la de estas cartas. Las leemos con fruición porque las sabemos auténticas, porque ellos lo eran. Solo así pudieron soportar tanto. Y al leerlos se nos vuelven más grandes, de una estatura envidiable. Uno de los fundadores de la patria —atiendan los hombres que me leen— fue un marido amantísimo, un enamorado galante. Nunca sintió disminuida su estatura —ni su hombría— por el gesto cariñoso, la preocupación constante, la presencia de la novia.

Ignacio Agramonte y Loynaz

Ignacio y Amalia son en estas cartas dos enamorados que se solazan en su sentimiento, que se cuentan sus acciones diarias. Y gracias a eso tenemos muchas pistas para completar nuestra visión del siglo XIX cubano. Son juguetones estos novios, inventan su lenguaje, sus palabras. Tal parece —es sensación común a los enamorados— que el idioma habitual no basta para expresar una pasión que se presiente única. Por eso hay que, junto con el amor, reinventar el idioma, desafiarlo, torcerlo si es preciso. Ya lo advirtió Cintio Vitier al comentar el excepcional epistolario de Juana Borrero a Carlos Pío Urbach. En tal caso, se trataba de dos poetas de fina sensibilidad, dados al ejercicio de la literatura. Hasta Juana evitó algunas comas exigidas por la sintaxis; mas la sintaxis suele ser demasiado racional. ¿Qué coma puede evitar ciertas estampidas con el aspecto de una catarata, o qué remanso de paz necesita de puntos? No quiero con ello decir que carezcan estas cartas, las de Ignacio a Amalia, de una adecuada redacción, sino que hay en ellas momentos en que el pensamiento apenas puede ser ordenado: no confundamos la incorrección con el vértigo, con el salto mortal que es toda epístola de esta naturaleza.

Ignacio Agramonte y su esposa Amalia Simoni

Solo se conservan las cartas de él, 123 en total, publicadas por primera vez íntegramente en este libro, once inéditas o muy poco conocidas, debidamente ordenadas y anotadas —cosa que debemos agradecer, pues la historia se nos hace inteligible— y algo aún más valioso, cotejadas con sus originales. Que solo se conserven las cartas de él es una circunstancia particularmente tremenda. Ni en la posteridad hemos podido tener, juntas, las tantas evidencias, las tantas formas de ser, de este amor. Solo tenemos de Amalia una misiva escrita diez días antes del 11 de mayo fatal.

Zambrana dice que con pesar cree “que no verás el fin de la revolución”. Estas palabras de Zambrana recién llegado del campo de Cuba, no sé como no me han hecho perder la razón.

Ah! tú no piensas mucho en tu Amalia, ni en nuestros dos ángeles queridos, cuando tan poco cuidas una vida que me es necesaria, y que debes también tratar de conservar para las dos inocentes criaturas que aún no conocen a su padre.

Yo te ruego, Ignacio idolatrado, por ellos, por tu madre y también por tu angustiada Amalia, que no te batas con esa desesperación que me hace creer que ya no te interesa la vida. ¿No me amas?

Además, por interés de Cuba debes ser más prudente, exponer menos un brazo y una inteligencia de que necesita tanto. Por Cuba, Ignacio mío, por ella también te ruego que te cuides más.

Sobran los comentarios. Cuánta humildad la de esta mujer, cuánta sabiduría y tino al evaluar, incluso, la importancia de su Ignacio para la patria. Sobran también mis comentarios que nada tienen que ver con la crítica literaria, o que sí, tienen que ver con la crítica literaria solo si asumimos la literatura como una experiencia vital y no meramente intelectual. Tal es el caso de este epistolario, imprescindible para conocer a sus protagonistas y al siglo XIX en su sensibilidad, eso que a veces la escritura de la Historia suele escamotearnos. Imprescindible también para aprender a vivir el amor. Gracias, por tanto, a la casa editora Abril, gracias sobre todo a Elda Cento Gómez, Roberto Pérez Rivero y José María Camero Álvarez y a las tantas personas que a lo largo de los años aportaron lo suyo para que este empeño fuera posible.